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Secuestro y supervivencia: Lo que cargan mis latidos, la travesía de Alexandra hasta llegar a Pittsfield

  • alexahnder
  • 25 nov
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 26 nov

* Se han cambiado nombres para mantener la confidencialidad de las personas


Nací en Ecuador, en la provincia de Pichincha, en Quito, rodeada de montañas que parecen rasguñar el cielo. Desde los cristales de mi casa observaba, con una envidia silenciosa, a los niños jugar en el parque bajo una tranquilidad que creía absoluta… años después, en México, durante mi secuestro, comprendería cuán frágiles ,y cuán equivocados, pueden ser los refugios que construye la mente de una niña.



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Soy Alexandra* la cuarta de mis hermanos. Todavía recuerdo con nitidez cómo mi infancia se movía entre la obediencia y el miedo a los castigos de mi padre; pero también entre el deseo enorme de explorar ese exterior que mirábamos, encerrados, desde una casa pequeña. Mi papá era un hombre rígido, criado bajo la idea de que la calle era peligrosa y de que a los hijos se los cuida manteniéndolos adentro. Así lo hizo su madre con él. Así lo hizo él con nosotros.Frente a casa había un parque grande lleno de niños. A nosotros no nos dejaba salir. “Aquí se quedan”, decía al marcharse. Y si nos veía fuera, llegaban los golpes, los gritos, los cinturonazos; las agresiones también alcanzaban a mi madre cuando intentaba defendernos.


Fueron mis hermanos mayores quienes, al crecer, abrieron la primera grieta en aquel muro paterno. Ya no volvió a tocar a mi mamá. Luego mi hermana, al convertirse en señorita y tener más mundo por el colegio, terminó por derribarlo: hablaba, enfrentaba, se explicaba. A veces creo que, si no fuera por ellos, nunca habría conocido la alegría simple de correr sobre la tierra, de reír libremente en el parque con otros niños.


Cuando pienso en aquella niña, la veo con el cabello negro recogido y los ojos grandes siempre atentos, como si quisieran adivinar el futuro. Soñaba con ser policía, pero sobre todo me ilusionaba usar el uniforme camuflajeado del ejército. Me imaginaba fuerte, recta, respetada. A los quince años me uní a la escuela policial como mis hermanos llena de anhelo… y descubrí algo que cambiaría mi camino: tenía un problema congénito en el corazón. Un soplo en desarrollo, me dijeron, aunque no lo entendí del todo. Lo único claro fue que no era elegible para servir. A mis quince años me destrozaron mis ilusiones de usar el uniforme.


Me casé joven y tuve a mis dos hijos. Después del parto normal, los doctores me regañaron: la situación de mi corazón era más delicada, estenosis de la válvula aórtica, una sentencia de vida si no se atendía. Empecé a limpiar casas y a tomar medicina. Ser madre me llenó, sí, pero me dolía pensar que tal vez nunca podría correr detrás de ellos sin perder el aire.



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La vida en Quito comenzó a hacerse estrecha, así que nos fuimos a Píllaro, donde era más barata. Mi esposo perdió su trabajo como cerrajero y, junto con mi cuñada, abrimos una pequeña tienda de confección. Él cortaba las telas; nosotras cosíamos pijamas, camisetas, pantalones que vendíamos como podíamos. Había días buenos, días malos y días peores, como cuando nos empezaron a cobrar por el uso de suelo. Gente armada llegaba a pedir dinero. A gritar amenazas. Un día encontramos las puertas rotas: las máquinas que nos daban sustento robadas, por las que habíamos pedido un préstamo de 16 mil dólares.


En una mañana nos arrebataron el futuro en Ecuador.Las deudas crecieron como sombras que nos persiguieron hasta la frontera. Cuando me despedí de mi madre, ella lloraba: “¿A dónde vas? ¿A dónde vas?”. Yo, abrazándola con la voz cortada, solo pude decir: “A trabajar. Tenemos que trabajar”. Me dio la bendición todavía con lágrimas en los ojos.


Salir de Ecuador fue entrar en un túnel sin saber si tendría salida. Volamos a El Salvador y luego todo cambió en México: buses llenos, caminatas interminables bajo el sol, tramos en moto en silencio. Cerca de Tapachula, donde las mafias peleaban, nos obligaron a caminar porque ningún carro quería arriesgarse con migrantes. Mi hijo, de cuatro años, pequeño y lleno de preguntas, intentaba seguirnos el paso. El mayor se quedó en Ecuador, enamorado. Cada paso dado sin mi familia completa me pesa hasta hoy más que cualquier malestar en el corazón.


Pero lo más difícil estaba por venir. La policía nos detuvo. Luego inmigración. Nuestro coyote nos había conseguido identificaciones mexicanas falsas. Me traicionaron los nervios cuando un policía me preguntó a dónde íbamos. No respondí bien y nos bajaron del coche. No sé si eran policías, miembros de cartel o ambos. Nos colocaron junto a un puente. Un coche militar se acercó, nos ordenaron agacharnos y amenazaron con hacernos daño si nos levantábamos. Después, nos subieron a una furgoneta. Armados. Callados. Ahí empezó el secuestro.



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Nos llevaron a una casa grande, con cuartos llenos de colchones en el piso, paredes húmedas y sábanas sucias. Vi salir a un grupo vestido de negro, con la cabeza gacha: era otro grupo siendo liberado. El nuestro rondaba las cuarenta personas. A las mujeres nos desnudaron y nos obligaron a pujar, a hacer esfuerzo, a mostrar partes íntimas “para revisar”, para asegurarse de que no escondíamos nada. Revisaron a mi esposo, a los demás hombres y hasta a mi hijo de cuatro años. Yo tragaba miedo para no quebrarme frente a él. Pensé que jamás volvería a ver a mi hijo mayor ni a mi madre.


Pidieron nuestro rescate: 4,000 dólares por persona. Doce mil dólares por mi familia. Querían depósitos en pesos mexicanos que aumentaban aún más la suma. La primera llamada a Ecuador aún la escucho: mi madre y mi cuñada lloraban sin hacer preguntas cuando les dije la palabra secuestro. El guardia me corrigió, molesto: “Retenida. Están retenidas”. Ellas solo trataban de entender cómo reunirían el dinero.


En aquella casa no existía el tiempo. Solo las rejas de las ventanas. La historia de mi infancia se repetía: salir no estaba permitido. Tomaba mis pastillas del corazón. Nos daban una sopa aguada de choclo con zanahoria. Los hombres armados pasaban cada día como sombras, pidiendo el rescate.


Cuando por fin pagaron, nos sacaron en grupos. A mi familia la soltaron en el segundo. Temblé al subir al bus que supuestamente nos liberaría: vi a esos mismos hombres dándole dinero al chofer. No sabía si íbamos hacia la libertad o hacia otro infierno del que no volveríamos.


Escapamos en la terminal. Nos escondimos. En el camino, otros policías nos volvieron a pedir dinero. Ya no teníamos nada, así que se llevaron mi celular, mi único vínculo con mi familia y con los secuestradores. En Ciudad Juárez nos dijeron que necesitábamos un coyote para cruzar a Estados Unidos. El primero nos engañó; a mi esposo lo golpearon los agentes migratorios donde no había cámaras. "Te vas de regreso a la mierda" después de golpearlo y volvimos a México. Cobros, engaños, esperas en hoteles, nuevos intentos fallidos. Mi familia en Ecuador vendió sus electrodomésticos y pidió a los vecinos para ayudarnos a pagar otro coyote. La desesperación se convierte en obediencia cuando tu única meta es salvar a los tuyos.



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Cuando al fin cruzamos el muro, lo hicimos de noche, por un túnel, corriendo como si el suelo fuera a desaparecer detrás de nosotros. Nos entregamos rezando a migración. Pasamos días detenidos. Luego nos enviaron a Nueva York, donde mi cuñado, que había llegado años antes, nos recogió y nos trajo a Massachusetts. Después de casi mes y medio de horror, sentí algo que no sentía en años: silencio. Un silencio que no amenazaba. Un silencio que curaba.



Hoy, sentada en mi casa en Pittsfield, tratando mi problema del corazón y aprendiendo a vivir sin miedo, pienso en todo lo que hicimos para llegar.


A veces sueño con aquella casa. A veces siento el olor de la sopa aguada o escucho pasos en un pasillo inexistente. Pero entonces recuerdo a mis hijos seguros, estudiando, enamorándose, riendo, y entiendo que mi vida, mi cuerpo marcado, mi corazón enfermo, todo mi cuerpo entero resistió para traerlos hasta aquí.


Y aquí estamos.

Respirando.

Con el corazón latiendo fuerte.

Intentando sanar.

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