Eddie O’Toole: el hombre que convirtió la chatarra de los Berkshires en un milagro para Honduras
- alexahnder
- 16 nov
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¿Te puedes imaginar cómo una silla del BCC en Pittsfield, una camilla del Hospital Fairview en Great Barrington o unas muletas olvidadas en North Adams llegaron a la remota serranía hondureña de Guaimaca? A simple vista, la respuesta parece imposible de descifrar. Pero si uno retrocede unos pasos, observa con más amplitud y sigue los rastros que cruzan el océano hacia el sur, todos esos objetos convergen en un mismo punto improbable en medio de nuestra comunidad en Pittsfield, es una conexión que parece escaparse de toda lógica: Eddie O'Toole, aunque en Honduras lo conocen simplemente como Eduardo.

Lo que alguna vez fue el sueño juvenil de “hacer algo distinto” terminó transformándose en una misión de vida que, muleta por muleta, cama tras cama fue llenando contenedor a contenedor; de este modo conectó por siempre a los Berkshires con las comunidades rurales más impensadas y olvidadas de Honduras beneficiando hasta la fecha a más de 100 centro de salud locales: ambulancias, camas de hospital, computadoras, herramientas, incluso artículos domésticos como pianos y guitarras para alegrar la tarde en comunidades donde no tienen electricidad … pero, sobre todo lo que Eddie envía es una segunda oportunidad para niños, jóvenes y familias enteras que jamás habían tenido acceso a algo parecido.
Eddie O'Toole es mecánico de profesión y activista por vocación, creció en Long Island Nueva York en una familia enorme: 15 hijos. Desde pequeño entendió que no quería repetir ninguna historia prestablecida: no asistir a las mismas escuelas, no caminar los mismos pasillos que el resto de sus hermanos, no quería crecer bajo el mismo molde.
“En octavo grado llegué a casa un día y le dije a mi mamá que yo no iba a ir a esa escuela”, recuerda rodeado de cientos de objetos médicos sentado sobre una silla que seguramente más tarde será usada a cientos de kilómetros de distancia por alguna persona en necesidad. “‘No voy a ir ahí. Iré a cualquier otra escuela. Quiero ir a otro lugar’. Y mi mamá, me dijo: ‘Puedes ir a la escuela que quieras si consigues un trabajo. Si trabajas este verano, vas y serás lo que tú quieras’. Y yo dije: perfecto”.

Ese verano consiguió su primer empleo. Allí aprendió mecánica sin sospechar que esa habilidad sería, años más tarde, el boleto que lo llevaría al Peace Corps para servir en Centroamérica. En 1974 completó una primera solicitud, aunque aún no tenía edad ni una historia suficiente que lo hiciera sobresalir entre otros aplicantes. Guardó en el cajón ese formulario durante años hasta que, finalmente, en 1978 a sus veintiún años fue aceptado como voluntario y enviado a Honduras como mecánico automotriz.
“Allí me enseñaron español en apenas 10 semanas: seis estudiantes, un maestro, seis horas al día, viviendo con una familia que no hablaba inglés. En 10 semanas te cambian los músculos de la boca; la memoria muscular hace el resto. Aunque no soy muy inteligente, la boca recuerda”, dice entre risas con ese humor y positividad que siempre lo ha acompañado a lo largo de su vida en sus viajes hacia el sur.

Eddie nunca había salido del país y cuando llegó a Honduras, las primeras imágenes se le grabaron en la memoria como fotografías eternas: montañas enormes, caminos de tierra, niños deslizándose en avalanchas por las pendientes, riéndose sin reservas. Y en medio de esa escena luminosa, una reflexión profunda: alguien le había advertido sobre la pobreza del lugar, pero él pensaba: si una familia puede criar a sus hijos, trabajar, vivir conectada… lo que para ti parece pobreza tal vez para ellos no lo es. Quizá ellos piensan que tú eres pobre porque no tienes esa conexión familiar.
Lo que realmente cambió el destino de su vida fue una visita a la zona de Guaimaca, donde las familias apenas tenían dos horas de electricidad al día. Allí presenció un hecho que lo quebró por dentro: el hijo de un amigo murió camino al hospital porque no existía un servicio de emergencia en el pequeño poblado asilado en la Cordillera de Misoco, una de las sierras de la Cordillera Central de Honduras a unas dos horas de Tegucigalpa. A esa experiencia se sumó otra frustración: sentía que el trabajo del Peace Corps como mecánico automotriz no estaba impactando como él esperaba en la comunidad, que la estructura oficial lo mantenía lejos de la vida rural que buscaba acompañar. Así, renunció voluntariamente. Pero se marchó de Honduras con una promesa tatuada en la mente:
“Algún día volveré, construiré algo aquí y lo haré a mi manera, sin depender del gobierno”.

“Cuando regresé del Peace Corps la primera vez”, recuerda, “sentía que no había cumplido mi misión. Quería aprender sobre generadores, así que a los 22 años me uní a la Fuerza Aérea. Ya sabía mecánica, así que terminé como instructor. Enseñé a jóvenes de 18 años sobre generadores, motores de arranque, alternadores. Luego me enviaron a Texas, a Cape Cod, después a Nueva York. Finalmente, un amigo me llevó a Pittsfield. Llegué de visita… y me quedé”.
Décadas después, aquella promesa juvenil tomó forma concreta: durante la primera guerra del Golfo salió a protestar y conoció a la que sería su compañera de vida, Kelly. “Ella había sido voluntaria en Kenia con Peace Corps. “Protestamos juntos contra la guerra”. Así empezó lo que sería una historia de amor, en medio de clamores de paz por un mundo mejor. “Tuvimos a nuestra hija, a la que llamamos Sonrisa. La llevamos cuando tenía un año para mostrarle Honduras a Kelly. Le encantó. Decidimos mudarnos. Sin dinero. Sobrevivimos enseñando mecánica automotriz a los jóvenes hondureños”.

Quizá el rastro más emblemático de esta ventura es un edificio que antes funcionaba como asilo de ancianos en Springfield, Ma y hoy a miles de kilómetros de distancia funciona como un lugar comunitario en Guaimaca, es una biblioteca y lugar de encuentro educativo para niños y adolescentes, ese fue su primer envío. En 1997, cuando iban a tirar el edificio Eddie —o Eduardo depende en que país se encuentre— volvió a ver potencial donde otros solo veían desperdicio. Quitó puertas, ventanas, cables, techumbre, todo. Cargó cada pieza en un camión que compró en Boston al que le retiró los asientos para aprovechar cada centímetro. Manejó el camión con el edificio desmontado a Delaware, y de ahí el camión con el edificio llegó a su nuevo destino: Honduras. Él lo manejó hasta Guaimaca, descargó las ventanas que antes habían permitido que los ancianos tomaran los rayos del sol en esta parte norte del continente, y las montó donde serían parte de su nuevo hogar. Vendió el camión y comenzó la construcción del centro que hoy sigue en pie bajo el nombre Berkshire Amistad.

El proyecto ha resistido incluso la violencia, la mujer que cuidaba el edificio fue asesinada frente a un local mientras compraba una Coca-Cola, sumada a los inevitables terremotos políticos del país. “Honduras ahora es distinto. Tienen internet, celulares, electricidad 24/7. Pero también es más peligroso. Mucha violencia”, admite. Aun así, insiste en mantener las puertas abiertas, aunque algunos días solo lleguen seis o siete niñas y niños.
Su lógica es simple y contundente: evitar que equipo útil termine en la basura en Estados Unidos y, en cambio, usarlo para mejorar vidas en Honduras. También es un gesto ambiental: no saturar vertederos, no desperdiciar recursos. Los contenedores llegan llenos de fruta, café y productos… y regresan vacíos. ¿Por qué no llenarlos con cosas que pueden salvar o transformar y cambiar la vida de comunidades enteras como muletas, camillas, andaderas?

Desde Pittsfield ha tejido, con absoluta discreción, una red constante de solidaridad. Con la ayuda de organizaciones como Berkshire Medical Center, Fairview, el Berkshire Community College, United Cerebral Palsy y Berkshire Athenaeum y otras organizaciones ha conseguido cambiar las vidas de muchas comunidades de Honduras, comunidades enteras se han visto beneficiadas con equipos destinados al vertedero.
Con ese material ha llenado contenedores que regresan a Centroamérica en los mismos barcos que traen fruta a la Costa Este. En Honduras, esos equipos permiten abrir clínicas rurales, armar laboratorios de computación y apoyar proyectos comunitarios en montañas donde antes no había más que tierra, cielo y esperanza.
“Ya llevo 15 años enviando cosas. Más de 10 contenedores enviados. Estos últimos dos que enviaré me tardaron 3 años en reunir. A veces envío un contenedor, a veces medio. He enviado 85 sillas de ruedas en un tráiler, cientos de muletas, docenas de caminadores. Y cada envío cambia una comunidad, una escuela, una familia”.
Su labor ha evolucionado: ahora cuenta con licencia para importar directamente a Honduras y busca que cada envío sea más transparente y eficiente, sin intermediarios corruptos del gobierno local que retrasan a falta de algún papel la entrega en los puertos, con cobro al bolsillo de Eddie por día estacionado.

Hoy, Eduardo divide su vida entre los Berkshires , reparando autos para financiar sus proyectos en Honduras. A su edad insiste en que lo suyo “no es caridad, sino sentido común”: evitar que equipos útiles terminen en la basura, reducir el desperdicio en Estados Unidos y fortalecer comunidades enteras en el centro del continente.
“Todo lo que hago, lo hago porque tiene sentido. Porque es útil aquí y allá. Porque evita desperdicio. Porque apoya a niños, a familias, a escuelas. Porque mantiene viva una promesa que hice hace 45 años.”
Eddie tendrá una fiesta de celebración un Open House este viernes 28 de noviembre con motivo del día de Acción de gracias.
Invita a toda la comunidad a donar equipo médico, muletas, sillas de ruedas o ayudarlo a tratar de recabar ayuda para reunir el dinero que necesita para cubrir los gastos del último contenedor.





