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El amor en tiempos de Trump

  • alexahnder
  • 7 dic
  • 4 Min. de lectura

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En estos días, he pensado en cómo vivimos el amor en tiempos donde el miedo ocupa todas las grietas. Hace un año, los resultados de las últimas elecciones abrieron una herida silenciosa en la comunidad inmigrante: una herida hecha de ansiedad, desvelo y ese terror sutil pero constante a ser arrancados de lo que con tanto esfuerzo construimos. Mucho se habla del miedo, del estrés, del temblor de la incertidumbre. Pero casi nadie se atreve a nombrar lo otro: cómo se siente amar cuando el futuro tiembla, cómo se sostiene un corazón cuando el país que habitamos parece no querer sostenernos. Porque también existe el amor en tiempos de ICE, el amor en tiempos de Trump, el amor que resiste aunque la amenaza del desarraigo nos respire en la nuca. De ese amor (callado, valiente, cotidiano) es de lo que quiero hablar. 


Nadie habla de cómo una pareja atraviesa una amenaza que no nació en su casa pero se cuela por todas las rendijas. Nadie habla de esas relaciones que se quiebran porque, frente al miedo, cada uno prioriza algo distinto. Nadie habla de esa posibilidad tan comentada en voz baja, y tan juzgada en público de obtener una residencia casándose con un ciudadano americano. Y, sin embargo, nadie habla de lo más humano: de quienes realmente se enamoran, de quienes realmente se eligen, aun cuando el país que pisan se convierte en un terreno movedizo. 

 

Nadie habla de lo que se siente amar profundamente y, al mismo tiempo, odiar ese amor porque no protege, porque no salva, porque no resuelve papeles. Nadie habla del dolor de estar juntos pero desalineados, de un lado un corazón que late, del otro una urgencia que quema: regularizar, sobrevivir, quedarse. Nadie habla de quienes siguen unidos mientras una de las partes decide tomar otro camino por necesidad, por ansiedad, por miedo. Nadie habla de las relaciones sin reciprocidad, donde hay compañía pero no amor, o donde el amor existe pero queda ahogado por la conveniencia. 


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Tampoco se habla de esas parejas que conviven en el borde, donde uno sueña con quedarse y el otro ya piensa en irse; donde las conversaciones nocturnas giran en torno a una pregunta brutal: “Si te deportan, ¿yo me voy contigo o me quedo?”. Nadie habla de los hombres que permanecen en relaciones solo por conveniencia, ni de las mujeres que aceptan vínculos que no desean para tener una oportunidad. Nadie habla de quienes consideran tener un hijo para acelerar un proceso legal que nunca debería haberse convertido en moneda de cambio emocional. Nadie habla de todo eso. Y, sin embargo, sucede todos los días. 

 

Acompañar a personas que atraviesan situaciones de maltrato físico y emocional solo para sostener la ficción de una relación que les permita obtener un documento, es una experiencia que marca para siempre. Ver de cerca esa entrega forzada, ese sacrificio silencioso, te revela algo brutal: que el sistema está diseñado para arrancarnos de nuestra propia esencia, para desconectarnos de nuestros deseos más íntimos, para convencernos de que amar como corresponde no nos pertenece. Que sentir con libertad no nos corresponde. Que, por ser inmigrantes, el amor debe negociarse, justificarse, probarse, ponerse a prueba ante una identidad más grande que decide quién merece quedarse y quién no. 

 

El sistema nos empuja al borde del sacrificio, nos convence de que no podemos elegir el amor, de que no podemos desear sin culpa, de que nuestra vida afectiva debe someterse a la lógica del miedo. Nos despoja de lo más sagrado que tenemos (nuestra capacidad de amar) y, en un giro cruel, nos obliga a usar a otros como moneda de supervivencia. En vez de cuidar, acompañar o construir vínculos auténticos, muchos terminan atrapados en relaciones que se negocian como trámites, donde el cuerpo y el corazón se convierten en papeles a entregar. Y lo más doloroso es que esto no sucede por falta de amor, sino por exceso de amenazas. 


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El sistema está tan bien armado que logra convencernos de que usar a otros es válido, de que todo vale si estamos hablando de supervivencia. Y para muchos inmigrantes, entrar en modo supervivencia es casi automático. Venimos de lugares donde sobrevivir era la regla y vivir era un lujo; por eso, acá la urgencia nos resulta familiar, casi cómoda. Pero nadie habla del costo interno: de cómo nuestra propia imagen se distorsiona. Ser inmigrante nos coloca, de forma inconsciente, en un lugar más pequeño. Nos hace sentir que no pertenecemos, que debemos soportar, aguantar, aceptar lo que el otro quiere, piensa o decide, aun cuando nos duela. Nos entrenamos a soportarlo todo porque hay un objetivo que parece más grande que nosotros mismos. 

 

Quizás esto es, y ha sido siempre, el amor en tiempos de Trump, pero también el amor en tiempos de cualquier sistema que no nos quiere completos, sino sometidos. Porque seamos sinceros: amar siendo inmigrante siempre tuvo algo de resistencia y de sacrificio, antes y ahora. Solo que esta época nos lo mostró con una crudeza distinta. Nos llevó al extremo y, en ese borde, pudimos ver lo que antes escondíamos debajo del miedo. Tal vez, justamente por eso, este sea el momento de hablar del amor en tiempos de dificultad, del amor que nace y se sostiene en medio del desarraigo, del amor que intenta sobrevivir mientras uno mismo también intenta sobrevivir. 


Y entonces aparece la pregunta inevitable, íntima, ineludible: 



¿Qué tipo de amor está experimentando usted? 

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