Odisea ecuatoriana: selva, mar y corrupción, la historia de Dario para llegar a Pittsfield.
- alexahnder
- 28 sept
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Actualizado: 29 sept
Para mantener y proteger la confidencialidad de las personas se han cambiado sus nombres.
Soy Dario, el menor de cuatro hermanos, criado en la ciudad de Ibarra, Ecuador. Mi infancia fue llena de amor, aunque también de carencias. Mis hermanos mayores y mi hermana me trataban bien, aunque a veces, siendo el menor, sentía que cargaba con las expectativas de toda la familia. Querían que estudiara, que fuera alguien, pero la vida en Ibarra no siempre te da lo que planeas.
Al terminar el colegio estudiar informática era mi sueño. Poco después la realidad me golpeó duro: hice mi examen de admisión, y tras la gran sorpresa de haber sido aceptado la sorpresa me la llevé yo al volver a casa, pues mis padres no podían pagar los gastos universitarios.

Intenté otras cosas. Probé entrar a la policía, pero un problema en el oído, resultado de un accidente en moto, me cerró esa puerta. Ese accidente fue un momento que marcó mi vida, a la fecha todavía sigo lidiando con las consecuencias. Iba manejando la moto que me había prestado mi padre para visitar a mi amigo, cuando un chico cruzó en la calle sin mirar. Lo esquive, choqué en seco mi cabeza contra un muro de tabiques. Quedé aturdido tras escuchar el fuerte ruido que hizo mi cabeza, fue lo último que recordé cuando me levanté en la ciudad de Quito tres días después de estar en coma, mi oído nunca fue el mismo. Tenía 24 años, y la vida ya me estaba poniendo a prueba.
Seis meses después de sufrir el accidente, mi novia quedó embarazada. Para ganarme la vida, seguí los pasos de su familia: empecé vendiendo cajas de aguacates de lunes a viernes, las compraba a 10 dólares y las vendía a 15 o a 18 recorriendo las calles con una Chevrolet Luv que me prestaba mi suegra. Los fines de semana, trabajaba como taxista para un señor que me alquilaba su carro a 30 dólares; así trataba de salir adelante. Entonces llegó la pandemia. Los mercados cerraron, los restaurantes dejaron de comprar aguacates, y las ventas, como mi suerte, se desplomaron. El taxi tampoco rendía; los nuevos alcaldes decidieron ajustar las tarifas de transporte, metieron flotillas nuevas de vehículos y la gasolina subió de precio. Después de trabajar de seis de la mañana a ocho de la noche me quedaban $5 o $6 al día; con eso no se puede vivir en Ecuador.
Fue así como la idea de irme a Estados Unidos pasó por mi cabeza. Tenía un poco de dinero guardado, unos $3,000 dólares y supe que tenía que tomar una decisión drástica. Hablé con un amigo que estaba en Nueva York y el me conectó con un coyote en Tapachula, México. Me cobraba $8,000 dolares por cruzarme a Estados Unidos: $4000 tenía que darle al momento de llegar a Tapachula y otros $4000 al estar frente al muro fronterizo.
Era sábado, cuando salí de Ibarra tras pedir un prestamo. Dejar a mi esposa y a mi hija fue lo más duro que he hecho en mi vida. Cuando me despedí de mis padres, hermanos, primos y tíos, sentí un nudo en el pecho y en la garganta al escuchar llorar a mi madre. Mi esposa me miró con los ojos rojos atravesada con una mezcla de nervio y miedo, me dijo en la frontera de Colombia de donde saldría el autobús a Venezuela “No te vayas, como quiera vamos a conseguir trabajo Dario no te vayas por favor”.
No podía detener mi camino. Todo era nuevo, un mundo extraño, pero no había tiempo para pensar, las palabras de ella y mi madre resonaban en mi cabeza mientras atravesaba Colombia. Al llegar a Venezuela cada paso me hacía sentir más solo, caminaba sin detenerme, comía cuando podía, y a veces no comía. A veces no sentía hambre, solo el peso de seguir adelante. En el camino, conocí a otros migrantes, gente que como yo, buscaban un futuro mejor. Nos decíamos ignorantes de lo que nos esperaba “todos vamos a llegar todos vamos a hacerlo” compartíamos lo poco que teníamos como el sleeping bags donde dormíamos dentro cinco personas para protegernos del frío. Algunos policías nos dieron agua; otros nos pedían dinero.

Al llegar a Panamá lo peor fue la selva del Darién, la parte más peligrosa antes de llegar con el coyote en Tapachula. Le mande un mensaje a mi esposa de despedida por si no salía así nos dijeron los guías, le escribí, “los quiero mucho, ya me voy a meter a la selva, que Dios me ayude”. Estuve cuatro días caminando bajo la dirección de los guías. La selva es un infierno verde: húmeda, peligrosa, implacable. Había mujeres embarazadas, cráneos de personas y animales como un constante recordatorio. Un día uno de mis amigos para calmar su sed bebió agua de un riachuelo, gran error, era agua mala, era agua contaminada, los cuerpos de dos migrantes que no lo habían logrado flotaban quietos más arriba en un lago. Mi amigo enfermó gravemente. Pensé que no lo lograría, pero lo logró. Seguimos atravesando la selva rodeados de bichos y ruidos de fieras. Una noche, un chico de nuestro grupo desapareció. Nunca supimos qué pasó. La selva se lo tragó.
Salir del Darién fue como renacer, me cambié la ropa sucia, la que había usado para atravesar pantanos que me habían llegado hasta la cintura. Después escuché con emoción la voz de mi esposa tras salir de esa pesadilla verde. Mi madre lloró de saber que yo estaba con vida. De Panamá cruzamos Centroamérica. En el Salvador nos tocó dar 100 dólares para que nos dejaran seguir los policías, y 200 dólares en Guatemala para cruzar en lancha a Tapachula. Llegué con el coyote un miércoles a las cuatro de la tarde.
El coyote me recibió en un hotel, ya tenía todo arreglado. Tenía que pagar la mitad de los $8,000, pero la transacción no fue posible porque el banco estaba cerrado así que me llevó a otro lugar a dormir hasta que eso pasara. Al día siguiente, cuando eso pasó me subió a una moto y seguimos con el grupo rumbo al norte de México. Todo era tensión. Había gente de la india, china, de todos lados. Sabía que los coyotes eran serios, pero también que cualquier error podía costarme todo.
El nombre clave de mi coyote era Jobe Chino se lo teníamos que decir a los policías para que nos dejaran seguir. Una vez nos detuvieron los narcos en Sonora, estábamos hechos pedazos tras recorrer varios kilómetros a pie, y al decir el nombre de mi coyote golpearon a sus trabajadores pues éste no les había pagado. Nos regresaron a Tapachula.

Para evitarlos nos subieron a una lancha que nos llevaba hacia Tijuana, pasamos tres días y un poco más en altamar. Orinábamos en botellas las 35 personas que estábamos en la embarcación la cual estaba hecha para 25. El borde de la lancha rozaba el agua, el miedo a hundirnos por el sobrepeso nos mantenía a todos despiertos por la noche y el día. Era una embarcación pequeña, sin techo, con el sol y la sal quemándonos a toda hora la piel; por la noche estábamos helados. Estuvimos todo el tiempo de pie, no podíamos dormir. No había espacio para arrodillarse o sentarse pues las maletas de todos y los 7 pomos de gasolina ocupaban el espacio. Los coyotes llevaban armas para defenderse de la marina mexicana, ya se habían abatido a tiros anteriormente con ellos, harta gente migrante había muerto la última vez a manos de la marina en el fuego cruzado. A nosotros, los pasajeros, solo nos pedían que nos quedáramos callados y quietos. Pensé muchas veces en lo peor.Fueron tres días de infierno, de infierno azul, viendo solo agua, el infierno era azul, azul el agua, azul el cielo.
Cuando por fin tocamos tierra en Tijuana, sentí un alivio que no puedo explicar. Mi familia depositó los $4,000 restantes a las 4 de la tarde, y el coyote nos señaló el paso. El muro, era de color café rojizo, tenía un hueco, como si le faltara un diente. Lo habían cortado, y pasamos agachados, con el corazón en la garganta. Pero al otro lado, los agentes de migración ya nos esperaban como una fiera al acecho.
Pasé un mes y medio detenido en migración. Cada día era una eternidad. Finalmente, me dejaron salir tras explicar la persecuión y violencia de mi país. Un amigo en Pittsfield, Massachusetts, me ayudó a establecerme. Cuando llegué, me recogió del aeropuerto de Albany y me trajo a esta ciudad en los Berkshires donde cada día extraño a mi familia. Mirando atrás, no sé cómo sobreviví. Solo Dios sabe lo que pasé. Pero lo hice por mi familia, por mi hija, por un futuro mejor.
Todas las ilustraciones fueron creadas con MidJourney.





